martes, 2 de noviembre de 2010

La muerte, ¿tragicomedia o realidad esperanzada?

Por monseñor Francisco Gil Hellín, arzobispo de Burgos

Nosotros celebramos el cumpleaños el día de nuestro nacimiento. Y, cuando se pregunta a los feudos por la fecha de nacimiento del familiar difunto, remiten también a ese día. La Iglesia, en cambio, procede de otro modo. Para ella, "el día del nacimiento" de sus hijos -el dies natalis- es el día de la muerte. Eso explica que cuando declara que alguno de ellos es santo, fija su celebración el día de su muerte, no el de su nacimiento.
Este modo de proceder no es una rareza ni un afán de singularizarse, sino que responde a la idea que ella tiene de la muerte. La Iglesia es consciente de que el hombre, como todos los seres vivos de la tierra, cambia con el paso de los años, envejece y, al final, siente en su carne la muerte corporal. Pero ella, a diferencia de quienes tienen una concepción materialista del mundo y del hombre, profesa que la muerte no es el final del hombre sino el final de su etapa terrena y de su peregrinación por este mundo. Es el final del caminar terreno pero no el final de nosotros mismos, de nuestro ser: nuestra alma es inmortal y nuestro cuerpo está llamado a la resurrección al final de los tiempos.
La concepción que la Iglesia tiene de la muerte es, pues, profundamente esperanzada. Me atrevería a decir que es incluso gozosa. Ella no ve en la muerte una tragedia que nos destruye y sepulta en el reino de la nada, sino la puerta que nos abre a una nueva vida; vida que no tendrá fin. Por eso, el máximo enigma de la vida humana, que es la muerte, queda iluminado con la certeza de una eternidad con Dios. Apoyada en esta certeza creó muchos usos y prácticas funerarias. Por ejemplo, sustituyó el término "necrópolis" -"ciudad de los muertos"- que encontró en el ámbito del imperio grecorromano, por el de "cementerio" o "dormitorio". En esa perspectiva llegó a sustituir el mismo término "muerte" por el de "sueño". Las personas no se morían sino que se dormían.
Por esa misma razón trató con gran respeto a los cadáveres. Algunas de esas muestras perduran hasta el día de hoy, como la de rociarlos con agua bendita y perfumarlos con incienso. La misma costumbre de inhumar y no quemar los cadáveres arranca de esta misma concepción antropológica. De hecho, aunque hoy permite la cremación de los cadáveres, sin embargo exige que esa elección no se haga por razones contrarias a la fe cristiana, a la cabeza de las cuales se encuentra la resurrección de los muertos.
Esta idea de la vida y de la muerte del hombre es una fuente inagotable de consuelo. Una esposa o una madre, por ejemplo, dicen a su cónyuge o a su hijo mas que "adiós", "hasta luego" o "hasta pronto", sabedores de que un día volverán a encontrarse. El ramo de flores que depositamos en la tumba de nuestros antepasados, expresa nuestro convencimiento de que ellos perviven y de que nosotros nos sentimos unidos a ellos con vínculos realísimos. Lo mismo ocurre con el diálogo que tantas veces mantenemos con ellos: no es un sentimentalismo vano, sino que responde a una realidad muy profunda.
La comunión de vida, afectos y creencias que hemos mantenido en la vida, no se destruyen sino que se subliman; por eso, rezamos por nuestros difuntos y por eso rezamos a nuestros difuntos. Esta comunión es particularmente intensa en la celebración de la Eucaristía, pues en ella nos unimos con vínculos especiales todos los que somos miembros de Cristo, con independencia de que peregrinemos todavía en este mundo o hayan llegado ya al final y se purifiquen o gocen de la visión de Dios.
La muerte no es nunca una comedia. Menos todavía, una tragicomedia. Para quienes creemos en Jesucristo una puerta de fe y esperanza que nos introduce en el encuentro definitivo con él y con todos los que hemos estado unidos aquí abajo. Sólo por esto vale la pena ser cristiano.

Silenciar la voz de la religión

Por monseñor Felipe Arizmendi Esquivel

VER

Estamos enfrascados en una serie de discusiones repetitivas sobre el papel de la religión en la vida pública, en la política y la economía, en los ámbitos legislativos y judiciales, en la educación y en los medios de comunicación. Son frecuentes las acusaciones a nuestra Iglesia de querer imponer dogmas y normas al país, de pretender intervenir en asuntos políticos, de violar el Estado laico, de no respetar la separación Iglesia-Estado, y nos recuerdan lo dicho por Jesús de que "al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios", como si les importara mucho la Palabra de Dios, o como si nosotros fuéramos los desobedientes al mandato divino, o como si nos tuviera que dejar inactivos y callados la pretensión de algunos césares actuales (gobernantes, líderes políticos y legisladores) de creerse dioses, ante quienes todos deben doblar la rodilla. Ellos son los primeros en no darle a Dios lo que es de Dios.
Es más frecuente la postura de aquellos que siguen defendiendo que su fe es para su vida privada y que nada tiene que ver con el ejercicio de sus funciones públicas. Lo dicen con una real convicción, como si conocieran muy a fondo lo que implica la fe cristiana, que no se puede encerrar en el círculo íntimo de la conciencia y del hogar, sino que engloba toda la vida, todos los criterios y todos los comportamientos. Esto parece más bien fruto de ignorancia religiosa o de conveniencia electorera.

JUZGAR
En su muy reconocido discurso ante el Parlamento británico, el Papa Benedicto XVI expresó: "El mundo de la razón y el mundo de la fe -el mundo de la racionalidad secular y el mundo de las creencias religiosas- necesitan uno de otro y no deberían tener miedo de entablar un diálogo profundo y continuo, por el bien de nuestra civilización.
En otras palabras, la religión no es un problema que los legisladores deban solucionar, sino una contribución vital al debate nacional. Desde este punto de vista, no puedo menos que manifestar mi preocupación por la creciente marginación de la religión, especialmente del cristianismo, en algunas partes, incluso en naciones que otorgan un gran énfasis a la tolerancia. Hay algunos que desean que la voz de la religión se silencie, o al menos que se relegue a la esfera meramente privada. Hay quienes esgrimen que la celebración pública de fiestas como la Navidad debería suprimirse según la discutible convicción de que ésta ofende a los miembros de otras religiones o de ninguna. Y hay otros que sostienen -paradójicamente con la intención de suprimir la discriminación- que a los cristianos que desempeñan un papel público se les debería pedir a veces que actuaran contra su conciencia. Éstos son signos preocupantes de un fracaso en el aprecio no sólo de los derechos de los creyentes a la libertad de conciencia y a la libertad religiosa, sino también del legítimo papel de la religión en la vida pública. Quisiera invitar a todos ustedes, por tanto, en sus respectivos campos de influencia, a buscar medios de promoción y fomento del diálogo entre fe y razón en todos los ámbitos de la vida nacional" (17-IX-2010).
Y en su encuentro con la Reina Isabel II, dijo: "Al reflexionar sobre las enseñanzas aleccionadoras del extremismo ateo del siglo XX, jamás olvidaremos cómo la exclusión de Dios, de la religión y de la virtud en la vida pública, conduce finalmente a una visión sesgada del hombre y de la sociedad y, por lo tanto, a una visión restringida de la persona y de su destino" (16-IX-2010).

ACTUAR
Alentamos a los que tienen responsabilidades políticas y sociales, si se reconocen creyentes en Cristo, que se acerquen más a El ahora, y no se queden con el Bautismo y quizá la Primera Comunión de cuando eran niños. Que lo conozcan y se relacionen más con El. El no es enemigo, sino amigo, camino, verdad, luz y vida. No escondan su creencia, sino demuéstrenla, no sólo participando en la Misa dominical y en otros ritos, sino sobre todo ejerciendo la justicia social, amando por encima de todo la verdad, venciendo la corrupción, dialogando con quienes piensan distinto, para llegar a acuerdos consensuados, amando y sirviendo a los pobres.